Política viene de polis, la ciudad griega. La democracia en Atenas es la decisión colectiva de todos los atenienses libres. El modelo fracasó al no extender la corresponsabilidad a mujeres (giné), residentes (nozoi), y esclavos (doulós). Pero estuvo mucho más cerca de extenderla de lo que la historia explica en la etapa final de la Guerra del Peloponeso. Porque el intento de expandir la ciudadanía, contra aristócratas y plutócratas, costó el liderazgo a Trasíbulo, y la vida a los estrategos de la victoria de las Islas Arguinusas, incluido Pericles el Joven.
En la revolución inglesa (siglo XVII), el ejército parlamentario de Cromwell acomete la aventura de desplazar a la aristocracia y al rey del poder. Pero la decisión colectiva no se atribuye a la ciudadanía, sino a los representantes, a los “políticos”, elegibles y electos, los cuales, junto con sus organizaciones instrumentales, los partidos, aparecen en ese momento.
La nueva estructura impone sus propios límites. Frente a los niveladores, partidarios del sufragio universal, el general Ireton, en las reuniones del Consejo del Ejército (1647), conforme al punto de vista del Estado mayor, explicita que, a diferencia de la sociedad de estamentos cerrados o incomunicados entre sí, “todos tienen la posibilidad de hacerse ricos… y con la riqueza obtener los derechos políticos”. El sufragio censitario, es la primera propuesta del proyecto de la plutocracia (el proyecto social de poder de los ricos) frente a la aristocracia y a la monarquía absoluta. Y, por supuesto, frente a los proyectos igualitarios del pueblo.
Los sectores pudientes siempre desconfiaron de los pobres. Por todos valgan las expresiones de Voltaire (1766), “cuando el populacho se mete a razonar todo está perdido”, y de Hamilton (secretario del Tesoro del presidente Washington, 1789-1795), el pueblo es “la gran bestia” a la que “hay que domar para impedir que brame y pisotee”.
Así, pues, la extensión del sufragio se ligó a la prueba de no perjudicar al proyecto plutocrático. De modo que los ideólogos del siglo XIX, como Jeremy Bentham (1748-1832) y James Mill (1773-1836), son a la vez tecnólogos del control social y partidarios del sufragio universal masculino, porque ven las ventajas de la representación general para el poder del dinero, pues el representado, al mismo tiempo, dimite de su responsabilidad y se identifica con su representante y, cual fusibles, se eligen a unos representantes en lugar de otros, dependiendo todos de los plutócratas, cuyo proyecto consigue así no ser cuestionado. Bentham lo define como “democracia representativa pura” “necesaria para conciliar los intereses individuales del soberano y los intereses corporativos de la aristocracia (del dinero)”. Mill explicita, “la clase media (los ricos, la clase alta son los reyes y los aristócratas), esa clase inteligente y virtuosa, de la que las clases inferiores se sienten depender respecto de todas las necesidades de la vida…, será la que, en último término, decida”. Pero, como no decide el pueblo, el régimen político resultante es un gobierno representativo, no democrático.
Sin embargo, la hegemonía de la plutocracia, no es automática. Modernamente existe toda una industria de relaciones públicas que cuesta billones de dólares. Walter Lipmann, portavoz de esa industria en el primer tercio del siglo XX, construye las nociones de fabricar el consentimiento y de democracia en que el pueblo es espectador no actor. Harold Laswell (padre de la comunicación) en 1948 reflexiona “la gente no es el mejor juez del interés público; lo somos nosotros, la clase culta y especializada”, pero dado que el pueblo tiene ya demasiada libertad, debe sustituirse, el uso de la fuerza por la manipulación de las ideas y creencias.
El consenso social es una mercancía, que se manufactura mediante los filtros de Chomsky. 1) Los medios de comunicación pertenecen a enormes corporaciones ligadas a otros sectores económicos (especialmente el financiero), pues su mercancía proporciona beneficios, pero también control del mensaje informativo e ideológico; 2) la publicidad y las numerosas subvenciones oficiales, condicionan también el mensaje (que guste y no incomode al anunciante o a la institución); 3) los medios reciben gran parte de la información de los que la generan y pueden pagar a los expertos que la elaboran, es decir los ricos, sus corporaciones, y los gobiernos; 4) ¬estos son los mismos expertos que someten a crítica y pueden denunciar las informaciones difundidas; 5) la costumbre de la simplificación ideológica extrema, generalmente alrededor de un “enemigo” oficial, reduce el umbral de lo que la gente común percibe. Explicar algo fuera del tópico exige demasiadas palabras, resulta complicado y aburrido de emitir y recibir, mientras cada uno se enfrenta sólo al mensaje unificado de las élites. Dentro de ese mensaje ultrasimplificado el debate entre los mismos expertos acaba de acotar los límites de lo expresable, firmemente establecidos dentro de la corriente principal.
No obstante, en el siglo xx, a partir de la II Guerra Mundial, los políticos gozaron de cierta autonomía. Las causas de esa situación fueron las exigencias de los soldados desmovilizados, la recuperación de la conciencia popular y las prácticas organizativas de la guerra, la existencia de un modelo competidor, el bloque soviético, y, en contrapartida, cierta debilidad temporal de la plutocracia ¬cuyos principales representantes habían sido tibios o partidarios del nazi-fascismo durante el conflicto. El mismísimo Churchill, el 20 de enero de 1927, declaraba: el fascismo “ha mostrado maneras de luchar contra las fuerzas subversivas que llevan a las masas populares bien dirigidas a defender el honor y la estabilidad de la sociedad civilizada”.
Aquellas causas posibilitaron fuertes cambios en beneficio de la gente común: las políticas del bienestar incluidos servicios públicos. No obstante, si los políticos ganaron autonomía, la estructura del poder real se mantuvo intacta y la gestión burocrática de los servicios públicos hizo aún más individualista a la gente. En cuanto el papel de la plutocracia de preguerra se perdió entre las brumas de la memoria y los trabajadores y sus organizaciones olvidaron su conciencia, a partir de los años 70, el proyecto plutocrático se puso a recuperar sus plenos privilegios, tanto más a partir de la caída del bloque rival.
Ese proyecto plutocrático tenía un ala internacionalista, liberal y moderada, y otra radical, nacionalista, que se ha ido escorando cada vez más hacia el racismo supremacista. Ambas alas exigen, a partir de ahí, incrementar los privilegios de la plutocracia y, en consecuencia, excluir al pueblo de participar en las decisiones colectivas.
En 1975 la “Comisión Trilateral”, de las élites liberales de EEUU -del partido demócrata de Carter-, junto a las de Europa y Japón, emitió un informe, titulado “La crisis de la democracia”. El problema que denunciaba el informe era que las mujeres, los trabajadores, los jóvenes (esto es, el pueblo), excluidos hasta entonces, querían ahora participar del juego político. De modo que la “crisis” de la democracia era el intento del pueblo de participar en la decisión colectiva. Por supuesto ese no puede ser un problema para la democracia, pero sí para el gobierno representativo, como instrumento político del proyecto plutocrático, en el que, tal como expresa la cita de Lasswell, el pueblo tiene que ser mero espectador nunca actor.
La otra ala del proyecto plutocrático tenía su propia biblia, ya desde 1971, en el informe del abogado, futuro juez del Supremo, Lewis Powell, dirigido a la Cámara de Comercio Americana, titulado “memorando confidencial: ataque al sistema americano de libre empresa”. Como análisis de situación es una visión cuasi-conspiranoica. Su trascendencia es que solicita la movilización a gran escala de fondos de las empresas, a través de la apelación a los máximos ejecutivos, porque “Es hora de que el sector empresarial estadounidense —que ha demostrado la mayor capacidad de la historia para producir e influir en las decisiones del consumidor— aplique enérgicamente sus grandes talentos en la preservación del propio sistema”.
En definitiva, uno y otro texto, en teoría en las antípodas ideológicas, muestran la percepción de grandes peligros y oportunidades por parte de todos los sectores de la plutocracia. Obtuvieron resultados, tanto en la erosión de la democracia, consiguiendo excluir al pueblo, con los Bancos Centrales independientes, los Tratados internacionales de comercio e inversión o los paraísos fiscales (que no existirían sin la complicidad de los grandes Estados), como en la erosión del bienestar -pérdida de derechos laborales o destrucción de los servicios públicos-.
El neoliberalismo, una doctrina económica hasta ese momento muy marginal, fue adoptado como la justificación ideológica del proyecto. La doctrina austríaca de Friedrich Von Hayek y la monetarista de Milton Friedmann, junto a la de las expectativas racionales, el nuevo institucionalismo, la teoría de la elección pública, etc., como programas de investigación no tienen nada en común. Comparten, empero, lo esencial, unos mismos objetivos sociales. Objetivos inexpresados, pero muy simples y transparentes, todo el poder y el privilegio a los ricos y a los muy ricos.
Los políticos han perdido así casi toda la autonomía de que dispusieron, al menos durante tres décadas, desde el fin de la II Guerra Mundial hasta los años 70. Ya que no pueden ofrecer nada sustancial al pueblo para que los elijan, salvo en temas que no cuestionen el poder o los privilegios de la plutocracia, o eslóganes, tan peligrosos como vacíos, sobre nacionalismo, racismo o supremacismo, se trata de elegir a los representantes como se elige un detergente. Más allá de eso, cualquiera que resulte electo realizará, en líneas generales, las mismas políticas. En palabras de Thatcher, “no hay alternativa”. A los que resulten elegidos, sino son unos fanáticos del neoliberalismo, solo les queda el cinismo, pasar de puntillas y arramblar con lo que puedan. De ahí que la corrupción política resulte ahora tan extendida como persistente. Pero esa evolución debe espolearnos como pueblo a recuperar estructuras democráticas y a asumir directamente la responsabilidad frente a las trágicas circunstancias que nos toca vivir.
El proyecto plutocrático neoliberal procura imponerse de forma velocísima o pausada, por propia iniciativa (como el intento fallido de la Constitución Europea o como el exitoso del Tratado de Maastricht) o por choques inesperados, como el 11-S de 2001 o la crisis financiera de 2008 (pese a ser esta el paradigma del fracaso de las promesas y expectativas del neoliberalismo). Sin duda que, como nos descuidemos, a partir de la catástrofe económica de la crisis sanitaria, nos va a caer la del pulpo.