Antiguos y modernos bienes comunes ¿Para qué sirven? y ¿Por qué los destruye el poder?
Contribución al análisis social para una alternativa libertaria en el siglo XXI
(A propósito de “Común” de Christian Laval y Pierre Dardot, gedisa editorial, 2ª edición).
El despegue de la tecnología informática y electrónica de la información y comunicación y el proyecto neoliberal coincidieron en el tiempo a finales de los años 70 y principios de los 80.
De modo que una línea de justificación de las nuevas políticas fue el tópico de la “segunda revolución industrial”, que impondría a la mayoría social penalidades semejantes a las de la primera.
Sin embargo, las ínfulas revolucionarias se desinflaron pronto. A partir de 1989 Paul Krugman (“la era de las expectativas limitadas”) empezó a resaltar que las ganancias de la élite eran pérdidas para los demás y no una distribución uniforme de las ganancias de productividad. Aumentos de productividad de los últimos tres o cuatro decenios que, por otro lado, en contra de los tópicos habituales, se sitúan en porcentajes históricamente bajos en comparación con cualquier período anterior en el siglo XX.
Al contrario, para determinados expertos, Internet sería por sí misma la alternativa. Las empresas mercantiles harían aumentar, para apropiárselo, el valor del conocimiento creado por la libre cooperación de cerebros interconectados, mientras la organización en red crearía una economía colaborativa, con lo que Internet acabaría por superar al capitalismo.
Los dos párrafos anteriores representan dos alternativas contradictorias, pero tienen algo en común, el determinismo tecnológico. En ambos casos es pura ilusión.
De hecho los aspectos liberadores de Internet no provienen de ninguna especificidad técnica, sino de las características éticas de su proyecto de origen. En efecto, a fines de los 60, una agencia de defensa de EEUU, el DARPA, financió la red de interconexión entre ordenadores sin un centro (es decir Internet), pero fue la comunidad universitaria la que la desarrolló, bajo el presupuesto, según los documentos constitutivos, de ¡¡promover el intercambio y el debate en detrimento de las posiciones autoritarias!!.
De modo que, la tecnología, “no impuso el trabajo universitario en red, al contrario fue la decisión de trabajar de modo cooperativo la que permitió descubrir todas las potencialidades de la red de forma no planificada.”
Laval y Dardot señalan que esa decisión responde al “ethos de la ciencia”, los “imperativos institucionales” que describía el sociólogo Robert Merton (en los años 40). Estos constituyen el “consenso moral” de los científicos, para la “extensión del conocimiento” mediante un debate, del que nadie está excluido a priori, lo que implica libertad de acceso, de crítica y de innovación. Debemos cuestionar estas pretensiones en la práctica, como hace la filosofía feminista de la ciencia. Pero, el proyecto del saber, se funda en esos imperativos. Incluso el saber institucionalizado tiene serios conflictos cuando el poder establecido erosiona estos compromisos. Especialmente respecto de la “comunidad”, o libre acceso, de los saberes.
Pero esa comunidad contradice la esencia del régimen, que es privar a la gente de lo necesario, como recurso de dominación. Para Merton (a pesar de su ideología liberal-conservadora) “el ethos científico (que es) incompatible con la tecnología como “propiedad privada”… refleja el conflicto. Las patentes proclaman derechos exclusivos de uso y no uso… (la) propiedad absoluta puede excluir el conocimiento público… como defensa algunos científicos –Einstein, Milikan, Compton, etc.- patentaron sus trabajos para asegurar su disponibilidad pública ” (R.K. Merton, “Estructura normativa de la ciencia”, disponible en Internet).
El informático Richard Stallman relata otro de esos conflictos, con el suministrador de ordenadores, del laboratorio en que trabajaba, cuya máxima era “quien comparta con su vecino es un pirata. Quien desee la menor modificación debe suplicárnosla”. Stallman creó, en consecuencia, la Free Software Foundation, para que “los útiles informáticos necesarios… permanezcan comunes”. El resultado es una “comunidad de uso y producción jurídicamente protegida”. Los medios de defensa son similares a los descritos por Merton: el Copyleft, una forma de patente “aplicable a las licencias de distribución,… que permite acceder al programa, distribuirlo y modificarlo… incluso para usos comerciales, pero sin reserva de exclusividad sobre desarrollos comunes” (Laval y Dardot, op.cit., pág. 191).
De Internet han nacido numerosos comunes. De Wikipedia (“la enciclopedia libre que todos pueden editar”), de multitud de recursos educativos abiertos a las redes P2P, para compartir información y contenidos culturales, del proyecto Debian, grupo mundial de voluntarios que distribuyen paquetes de programas libres, en torno a Linux, a la licencia Creative Commons, que incluye obras dentro o fuera de la red… y, por fin, incluso la “producción material”, a través de las comunidades de “makers”, o fabricantes con impresoras 3D, en las que lo fabricado se piensa, se diseña y se mejora a través del intercambio continuado en la comunidad.
Pero Internet no determina cuál va a ser el futuro de la democracia ni de la participación popular. Siquiera la organización en red, tal como está configurada en la actualidad (pero eso puede cambiar), facilita una información más democrática, pues el usuario no tiene porqué ser un mero receptor pasivo.
Pero, es que el mismo Internet es resultado de una serie de decisiones, marcadas por valores específicos, y centro del conflicto entre distintos proyectos, distribuidos en dos grandes campos.
Por un lado, los grandes negocios, en alianza con los Estados, que pretenden controlar el ciberespacio, identificando al internauta y recolectando datos para espiarle y manipularle, vigilándole desde las instancias políticas y vendiéndole todo tipo de cahivaches. Pero, también, haciendo de él mano de obra gratuita, productora de mercancías, movido por los hilos de los modelos de organización, estímulos e incentivos ideados y puestos en práctica por los nuevos negocios. Se trata, incluso, de constituir y controlar comunidades de usuarios que creen y desarrollen los productos, explotando las insatisfacciones del trabajo dependiente o rutinario, el atractivo de la pertenencia a un grupo y del trabajo colaborativo. Control y manipulación. Pero, por supuesto, no hay que confundirse, según el experto en nuevos métodos de gestión empresarial, Olivier Zara, “Las empresas no son democráticas y… es preferible que no (lo) sean” (citado en Laval y Dardot, op.cit. pág 205).
Por otro lado, están los creadores de programas, expertos y usuarios avanzados de internet que pretenden mantener e incrementar la libre expresión y la libre creación. En favor de estos proyectos sociales está a) la arquitectura horizontal de la red, al menos en su configuración inicial; b) el fomento de la creatividad por la maximización de los contactos, que es la de cualquier actividad intelectual que el proyecto del saber ha encarnado tradicionalmente, creatividad que es ahora también productividad económica; c) la ideología hacker (de expertos y usuarios-expertos) de referencia de los internautas, que aspira a la igualdad, la libertad y la horizontalidad en las relaciones, e impulsa, frente a las ideas y proyectos del campo contrario, a pugnar por la libertad de expresión y el respeto de los datos personales.
Pero el destino de las sociedades modernas no se va a decidir exclusivamente en Internet. La voluntad de dominación tampoco se desarrolla sólo sobre la red. La destrucción de las relaciones comunitarias y de los bienes comunitarios y colectivos se da también en el mundo exterior, con la finalidad de que la plutocracia profundice la dominación (su dictadura colectiva) sobre las mayorías sociales y obtenga “vías de negocio”, que no son más que otras tantas formas de hegemonía sobre la colectividad.
En 2001 la conocida periodista Naomí Klein (autora, entre otros de “No logo” y “La doctrina del Shock”) presentaba un manifiesto bajo el título “reclamar los comunes”. En él se ponía de relieve cómo desde mediados de los 70 se extiende la miseria y la desigualdad. La causa sería el proyecto que entrega a las minorías pudientes, a través de enormes compañías mercantiles, los bienes (comunes) ligados a necesidades esenciales, de la energía al agua, del transporte a la salud, la educación, la ciencia y la tecnología o cualquier otro. Se fortalece así el poder privado del dinero, que se infiltra en todas las relaciones sociales.
No es cosa tan nueva como pudiera parecer. Proyectos similares, con metas equivalentes, aparecen desde (y para) la creación del régimen social fundado en el poder del dinero.
“El hambre domesticará a los animales más feroces, enseñará a los más perversos la decencia y la civilidad, la obediencia y la sujeción. En general únicamente el hambre puede espolear y aguijonear (a los pobres) para obligarlos a trabajar… el hambre… es el medio de presión pacífico, silencioso e incesante, (y) también el móvil más natural para la asiduidad y el trabajo; el hambre hace posibles los más incesantes y más poderosos esfuerzos…”. 1785 “Dissertation on the poor Laws” de Joseph Townsend, uno de los inspiradores de la economía clásica de los Robert Malthus, David Ricardo o James Mill, que, a principios del siglo XIX, consolidó los fundamentos del poder del dinero.
Townsend destaca “resulta un hecho comprobado en Inglaterra que disponemos de más almas de las que podamos alimentar y de muchas más de las podríamos emplear útilmente en el actual sistema jurídico.”
Robert Malthus, un poco después, en 1798, “ensayo sobre el principio de población”, convertía este “hecho” en una ley natural aplicable a cualquier lugar y momento. La población “tiende a crecer más rápido que la oferta de alimentos. Cuando se produce un aumento de la producción de alimentos… la población crece más; si la población aumenta demasiado en relación a los alimentos, el crecimiento se frena por las hambrunas, enfermedades y guerras…”
Con arreglo a esa precisión el hambre no depende de una ley humana, ni de la buena voluntad de los poderosos. Es un mandato de la naturaleza, y, por consiguiente, para el pastor Malthus, del buen Dios. Un principio moral, “Un hombre… si no puede obtener de sus padres los medios de subsistencia… y la sociedad no necesita su trabajo… no tiene… derecho a reclamar sustento y, en realidad, está de más… la naturaleza… le manda que se vaya y no tardará en ejecutar dicha orden… “. “A pesar del clamor inoportuno… de los intrusos…”. Los intrusos, claro, son los pobres sometidos por hambre que no tienen derecho a participar en el banquete de la naturaleza.
Es la opinión de la nueva clase de hombres acaudalados. Pero su poder no es nada sin esa otra masa de hombres y mujeres sin recursos que, según las caritativas opiniones del pastor Malthus, son siempre sobreabundantes. Los arquitectos del proyecto de poder del dinero no siempre lo han visto así. Porque estos “hechos” que, en el siglo XIX, eran tan obvios, en el principio del principio, tres siglos antes no eran más que metas de un proyecto que compartían los acaudalados, esto es gentlemen y otros hacendados, comerciantes, corsarios, explotadores y altos funcionarios de las compañías de Indias y, en general de las colonias, y otros diversos, cuyo único elemento compartido era poseer un gran cantidad de dinero, y, por ende, su adhesión al proyecto de hegemonía del dinero. Pero fueron los vencedores de la revolución inglesa del siglo XVII. Y ante la mayor eficacia del nuevo régimen (y de las fuerzas colectivas que ponía en funcionamiento) frente al viejo régimen feudal, acabó por triunfar durante los siglos XVIII y XIX también en la parte occidental y central del continente europeo, en el Norte de América y otras colonias inglesas.
Por consiguiente, lo que en el siglo XIX era algo dado, en el XVII constituía lo que había que construir. Así, Sir William Petty, en 1662, “Una población escasa es realmente pobre. Una nación con ocho millones de habitantes será más del doble de rica que otra igualmente extensa pero que no tenga más que cuatro millones.” Claro que el hecho de que faltaran trabajadores en un siglo con grandes pérdidas humanas por los conflictos de la guerra civil y la peste algo influiría. Por eso mismo, mantenía también que no había colgar a los pobres desempleados, ni dejarles morir de hambre, sino darles un trabajo, aun inútil, para mantener “sus mentes disciplinadas y obedientes y sus cuerpos aptos para realizar trabajos provechosos cuando fuera necesario.”
Petty, arquitecto de la cruel dominación inglesa sobre el empobrecido pueblo de Irlanda, rindió tan buenos servicios a los tiranos, tanto a Cromwell el regicida, como al rey Carlos II, hijo del ejecutado, que recibió enormes beneficios del primero y el título de Sir, conde de Kildare, del segundo. En definitiva uno de los hombres más influyentes del turbulento siglo XVII de la revolución inglesa.
En 1662 recomendaba que “la ley que fije los salarios… otorgue al trabajador lo imprescindible para subsistir, porque si le dais el doble no trabajará sino la mitad, de lo que podría y haría lo cual es una pérdida para el público del fruto de este trabajo.” Público formado naturalmente por los que someten al trabajador estableciendo el entramado institucional que les niega la subsistencia que no puedan recibir de quien posea el dinero para comprarles. Téngase en cuenta que los pobres, en esa época, sólo alquilaban su vida, por parcelas de tiempo, bajo la autoridad de otro, por dinero, en cuanto les obligaba la necesidad. Además, claro, de lo conveniente que era para las clases pudientes, y para el Estado, el pagar el mínimo imprescindible…
Esa previsión legal que había que imponer, para los que proyectaban el régimen de la plutocracia en el siglo XVII, se convierte, en el XIX, una vez consolidado el régimen, en este caso para Ricardo, el más afamado de los economistas clásicos, en una ley natural que hacía equivalente el salario al mínimo de subsistencia.
Ricardo considera que el propio mercado proporciona demanda suficiente, pero, como era un hombre caritativo, y representante de la plutocracia industrial fabricante de todo tipo de bienes, artefactos y cachivaches, ya preveía que “si las clases laboriosas tuvieran gustos más caros (la ostentación, el aparentar) no sería necesaria el hambre para que dieran un buen y aceptable servicio. “ Aquí la clave del asunto sea por necesidad extrema, sea por la ostentación (la base de la versión de la sociedad de consumo en el régimen plutocrático), es sujetar a la gran mayoría al poder del dinero. Por el contrario, para el clérigo Robert Malthus, sólo las “clases improductivas, militares, jueces, clérigos…”, pueden proporcionar una “demanda fiable”, clases a las que, por consiguiente, habría que favorecer.
Para someter a la gran masa –a falta del gusto por la ostentación- se les privó de sus medios de vida.
Ya Tomás Moro en su Utopía contaba, ¡en 1516!, “los nobles y los ricos… no contentos con vivir espléndida y perezosamente de los beneficios y rentas anuales de la tierra … cercarán miles de hectáreas, expulsando a los granjeros… burlados mediante trampas u obligados por la violencia… a partir miserablemente….”. Siendo que, según Shakespeare, si me quitas los medios de vida me quitas la vida. Se arrojó, así, a los caminos a una masa de muertos vivientes, campesinos, remensas, siervos, desprotegidos del anterior régimen, que hasta ese momento subsistían del uso común de los bienes propios y de los comunales, mal regulados y escasamente protegidos, suprimidos por los cercamientos de las tierras (en inglés y francés, enclosures). Al amparo de la “mejor justicia que se puede comprar con dinero”.
Por supuesto lo que los economistas de hoy consideran como una mera forma de presentarse la naturaleza de las cosas, la tendencia al egoísmo y a la consideración del propio interés en exclusiva, ayer fue motivo de mecanismos sutiles (o no tan sutiles) para imprimir tales tendencias en el fondo de las conciencias. Así, el Código español de 1889, aún vigente, dice, art. 602, “si entre vecinos de uno o más pueblos existe comunidad de pastos, el propietario que cercare con tapia o seto una finca la hará libre de la comunidad. / El propietario que cercare conservará su derecho a la comunidad en las fincas no cercadas”.
Pues bien, a partir de mediados de los años 70 del siglo pasado, periodo en el que el proyecto neoliberal ha ido imponiendo progresivamente su hegemonía, la pequeña minoría de plutócratas ha acumulado ingentes cantidades de dinero a través de la apropiación de las antiguas empresas y servicios públicos, la erosión y liquidación de los derechos laborales, la financiarización de la actividad económica, pero también la reducción de los impuestos combinada con las “políticas industriales” (“mercados” monopólicos y protegidos, por ejemplo los “mercados de armamento”, subvenciones de todo tipo, recalificación de terrenos, cambios en las reglas de juego y normas a la carta, etc.).
David Harvey, uno de los más conocidos críticos del proyecto neoliberal, entiende que el problema se deriva del exceso de capital que se genera “en el centro del sistema”, lo que precisaría de nuevos sectores (por ejemplo los que se privatizan) en los que sea posible invertir este exceso para obtener beneficios. Para ello, con ayuda del Estado y de las instituciones públicas correspondientes, se produce la apropiación de bienes y rentas de otros sectores, particularmente de
los bienes públicos y comunes. La acumulación por desposesión.
No obstante, La realidad es que la acumulación de capital (industrial o comercial) no parece haber sido la finalidad última de estas políticas. La inversión productiva (el capital en sentido propio) no ha aumentado, pese a que los beneficios sí lo han hecho, apropiándose de los incrementos de productividad del trabajo. Parte de esas inversiones se ha dirigido a los “países en desarrollo” y a los “emergentes”, para acaparar los mercados de los países receptores de la inversión o para incrementar la “competencia” entre asalariados y reducir así la participación de los salarios tanto en los países desarrollados como en los emergentes. Y en todo caso las inversiones en esas zonas producen un beneficio mayor que el de las metrópolis. Al final los beneficios derivan hacia inversiones especulativas, la distribución de dividendos y las remuneraciones de los máximos ejecutivos. Como se examina en otro artículo de esta misma página de internet (plutócratas y neoliberales: quién marca las cartas del casino económico
http://cgt.cat/plutocratas-y-neoliberales_2
la clave es que el dinero profundice sus mecanismos de poder, es decir el de los que lo manejan, tanto como las resistencias se lo permitan.
El resultado de esas políticas lo resumen Laval y Dardot en los siguientes términos: “Así el neoliberalismo no favorece tanto una acumulación por desposesión como una acumulación por subordinación ampliada y profundizada de todos los elementos de la vida de la población, su consumo, sus transportes, su ocio, su educación, su salud, su uso del espacio y del tiempo, su reproducción social y cultural y, finalmente –vale decir la meta de todo–, las subjetividades” (pág. 155).
¿Por qué una minoría tan diminuta ha podido imponer su proyecto neoliberal a las grandes mayorías?, en opinión de ambos autores, porque “El aplastante dominio burocrático de la administración de lo social… la invasión de la vida cotidiana por el consumismo de masas, a modo de compensación psíquica o signo de prestigio… la individualización extrema de la gestión de la mano de obra… no predisponen a la resistencia colectiva de los asalariados en posición de dependencia… Mientras los ganadores saben defender muy bien colectivamente sus posiciones, los que permanecen aislados en la competición general quedan reducidos a la impotencia.” (op. cit. pág. 20).
En conclusión, analizar las fuerzas sociales y las líneas de resistencia es imprescindible para, sobre esta base, proponer la necesaria alternativa al régimen social y, en particular, a los cambios que promueve e impone el proyecto neoliberal. Lo que constituye el papel clave que puede jugar el anarcosindicalismo y cualquier proyecto libertario a día de hoy y en el futuro inmediato. La revisión de análisis como el de Laval y Dardot, cualquiera que sea la filiación ideológica que se asigne a sus autores, presenta una utilidad incontestable para nuestro proyecto.